miércoles, 30 de abril de 2008

El día en que aprendí a volar.


Siempre que veo las hojas de buganvilia tiradas en otoño, me acuerdo del día en que aprendí a volar, estaba en casa de mis abuelos, allá detrás de la colina, hacía un clima diferente, ni frío ni calor, parecía como si el tiempo se hubiera detenido porque no había ni un solo murmullo de nadie, ni de animales.
La casa era poco común, porque era un terreno muy grande, en una parte de la construcción estaban la cocina y los cuartos, la escalera para subir a la parte alta, estaba por fuera, junto a los lavaderos, entre estos y la escalera, había una puerta que me daba mucha curiosidad, porque conocía bien toda la casa, excepto lo que se encontraba detrás de aquella puerta vieja y despintada.
Cuando visitaba a mis abuelos a veces coincidía con Juan, él era hijo de la señora que llegaba a lavar, y jugábamos lo más que podíamos, a cazar iguanas, a molestar a los cerdos en los chiqueros y otras tantas nos robábamos fruta de la cocina.
En ese mismo día todo el pueblo y la gente de la casa, mis abuelos y los trabajadores se habían ido al entierro de Don Manuel, así que nos quedamos solos Juan y yo, y decidimos abrir esa puerta, aunque a Juan le decían que no se acercara ahí y a mí me decían que podía estar en todas partes de la casa, pero que nunca jugara junto a la puerta, es más que ni siquiera estuviera por ahí.
Aun recuerdo ese color gris oscuro descascarado de esa vieja puerta, porque el agua de los lavaderos siempre corría para allá y en la parte de abajo la madera estaba por romperse por el efecto de la humedad, ni siquiera nos importó mojarnos los zapatos y decidimos abrirla, pero estaba muy duro el cerrojo, Hasta que se me ocurrió usar un martillo que mi abuelo tenía entre sus herramientas y luego de muchos golpes, pudimos romper el picaporte, le dije a Juan, ¡ábrela! A lo que me respondió que no, y se hizo a un lado, y sin más remedio me animé a abrirla yo mismo.
Luego de que empujé la puerta, sólo podía ver la oscuridad de adentro y Juan, me empujó animándome a entrar, para luego salir corriendo rumbo a la cocina, habré dado cómo tres o cuatro pasos, olía raro, a humedad y era completamente oscuro, no podía ver nada, así que pensé dar otro paso más para luego regresar a la entrada, pero ese último paso fue el decisivo, porque caí a un hoyo o pozo, era algo muy largo y sin fin, así que entre más caía me daba una sensación de querer subir, no era miedo a caer, era una extraña sensación de subir por mi sólo, no pensé en agarrarme de nada, sólo era el deseo impresionante de dejar de caer, en eso, sentí que me suspendía en el aire y fue así cómo aprendí a volar, sin alas ni alguna otra herramienta, sino por mí mismo y sólo necesitaba perder el miedo a hacerlo.